Pasaba días enteros en el hospital, cuidándole. Devolviéndole un poco de lo que él le había dado a lo largo de su vida. El desenlace era inevitable, pero siempre cuesta aceptar que ya no volverá a oír su voz, a sentir sus abrazos, a recibir sus consejos. Al menos eso me parecía a mi, acostumbrada a inventar lo que otros podían sentir.
No pude darle el pésame y un abrazo. No dejó que me acercara a él en un momento así. O tal vez solo volvía suponer que las cosas eran así. Pensé que mi presencia en el tanatorio sería un poco difícil de explicar, él no tenía la cabeza para pensar muchas cosas en aquella situación y yo no quería ser un problema.
Pasé veinticuatro horas sin tener noticias suyas y cada minuto que pasaba mi mente iba montando su propia película.
El domingo, bajo una lluvia torrencial, me acerqué al cementerio. Bajo el paraguas pasaba inadvertida, caminando lentamente hacia el tanatorio. Imaginando cómo sería el encuentro. No le ví, no hubo encuentro antes del funeral. Entré en la capilla ocupando uno de los últimos bancos y desde allí le vi entrar.
No estaba solo. No me necesitaba. Y desaparecí bajo la lluvia.